Los largos años
Los largos años – Ray Bradbury
Corto
de café: Una larga espera.
La extraña familia
Asimov vs Bradbury
Cada vez que el viento se levantaba
en el cielo, el señor Hathaway y su reducida familia se quedaban en la casa de
piedra y se calentaban las manos al fuego de leña. El viento agitaba las aguas
del canal y casi barría las estrellas del cielo, pero el señor Hathaway
conversaba tranquilamente con su mujer, y su mujer replicaba, y luego hablaba
con sus dos hijas y su hijo de los días pasados en la Tierra, y todos le
contestaban adecuadamente.
Cuando uno
se introduce en el mundo marciano mediante las crónicas bradburyanas, se da
cuenta de una cosa, el relato de ‘Los largos años’ es uno de los mejores
por muchas razones, entre ellas porque en esta historia salen a colación las “leyesde la robótica” enunciadas por Asimov en 1942, mientras que la reseña de
hoy fue escrita en 1950, (no la mía, sino la de Bradbury), dos maestros del
género que están muy interrelacionados entre sí.
Narra el encuentro entre el señor Hataway y el capitán
Wilder, viejos conocidos del pasado, donde el relato tiene ‘miga’ ya que no
todo es lo que parece, no todo es lo que es, hay comportamientos entre la
familia que llaman poderosamente la atención del capitán, y hay algo escondido
en esa espera de veinte años en la solitaria tierra marciana, siendo en ese
momento cuando en realidad arranca la historia.
Hataway no
tuvo una vida fácil en la tierra roja de Marte, ya que su mujer e hijos
fallecen a consecuencia de un desconocido virus, y en esa soledad, en
compañía del viento, decide crear replicas de lo que era su familia,
aprovechando los recuerdos, la inteligencia que posee, y una maravillosa
habilidad manual, sobreponiéndose al dolor, creando lo que podíamos llamar ‘la
copia perfecta’, pero les faltaba algo muy importante, eso que llamamos emociones,
siempre con el mismo pensamiento, que algún día se acordasen de ellos y los
vinieran a buscar.
En ocasiones, cuando se acerca hasta el cementerio para
visitar a lo que antes era su familia, tiene arrepentimientos. Remordimientos
porque piensa que los ha traicionado al reemplazarlos por una familia mecánica,
explicándoles que lo hizo para no sentirse solo, enseñando a la nuevos
miembros a no llorar, ‘porque nada peor puede ocurrirle a un hombre que
saber cómo estar solo, cómo estar triste y ponerse a llorar’, entrando aquí
en juego la segunda ley de la robótica:
“Todo robot obedecerá las órdenes
recibidas por los humanos, excepto cuando esas órdenes puedan estar en
contradicción con la primera ley”, la que dice que ningún robot causará daño a algún ser humano.
Hataway iba envejeciendo, sus robots siempre permanecían en
el mismo estado, algo que no pasó por alto el crítico ojo del capitán Wilder,
dándose cuenta que algo no iba bien, sobre todo cuando tocó el brazo de Marguerite
la hija de Hataway, alejada de todo tipo de sensaciones táctiles, porque ni tan
siquiera lo notó, ni siquiera se inmutó ante tal estímulo.
El tiempo
pasa inexorablemente para todos, menos para los robots, que siguen siempre con
la rutina diaria, sin importarles la monotonía o la soledad de Marte, así todos
los días, sin principio ni fin. Cuando llega la muerte del padre de familia
(Hataway), agotado por la soledad y tras una larga espera, los astronautas que
habían venido a buscarlos y sospechaban de los movimientos mecánicos de la
familia deciden “hacer algo”, entrando en la escena del relato la tercera ley
de la robótica, de la hablábamos al principio de esta reseña.
“Todo robot debe proteger su propia
existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la
primera o segunda ley”.
Exacto, todo
robot tiene derecho a vivir, y cuando el capitán Wilder decide matarlos, no
puede hacerlo, ya que ellos han vivido fieles a su creador hasta el final, por
tanto no pueden ni deben tener tan horrible final, un final que también tiene
mucho que ver con la ley cero de Asimov.
“Un robot no puede causar daño a la
humanidad, o por inacción, permitir que la humanidad sufra daño”.
Ultima
Verba:
Me quedó
grabada la imagen de Hataway en el cementerio, visitando las tumbas de su
fallecida familia, junto a una civilización marciana desaparecida, gracias
(como siempre) a la mano del hombre, donde un científico lleno de
remordimientos por ser el único superviviente en esa ventosa soledad que le
oprimía diariamente, sufre en silencio sus penas, acompañado de una familia que
en la lectura vemos indicios, pequeños grandes detalles que nos indican que no
son reales.
Luego llega
el conocido y lejano amigo, el capitán Wilder, que poco a poco va viendo cual
es la verdadera realidad, mientras que Alice, esa esposa que siempre esta en un
segundo plano, no se inmuta ante las cosas que suceden a su alrededor.
-Las cuatro cruces están allí, señor. Se pueden leer los nombres. Los he apuntado para estar seguro -Williamson leyó en un papel blanco-: «Alice, Marguerite, Susan y John Hathaway. Muertos a causa de un virus desconocido. Julio de dos mil siete». (1)
(1) Cuando la traducción es antigua siempre me gusta ser fiel al original, si modifico algo es como si estuviera quitando sustancia al relato.
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