La carretera

 



La carretera – (Ray Bradbury)

 

 

Corto de café: La última pregunta, la última respuesta.

 

La autopista

 

La lluvia fresca de la tarde había caído sobre el valle, humedeciendo el maíz en los sembrados de las laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba de moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de lava. En esa sombra húmeda, en alguna parte, lloraba un niño.

 

  Este relato del maestro Bradbury fue escrito en el año 1950, y en varias ocasiones ha sido traducido como “La autopista”, siendo recopilado en la antología “El hombre ilustrado”, que fue publicada en 1951. Esta corta narración se hizo bajo el seudónimo de Leonard Spalding, donde nos encontraremos con un temor recurrente de aquellos años, la tan temida bomba atómica, (como está sucediendo ahora, pero en este caso con una 3ª Guerra Mundial) con el peligro de una posible guerra en ciernes. ¿Suena esto de algo? Cómo veis no hemos avanzado nada…

   Ante nuestra vista se presenta un escenario muy particular y fronterizo, como diría un modernillo o un listillo que todo lo sabe, muy ‘border line’, pues viajaremos hasta el territorio que está entre México y el sur de EE.UU, donde un hombre humilde, agricultor para más señas (en una tierra pobre y denostada de narices), vive ajeno al bullicio y a las noticias del exterior que surgen fuera de su pequeño mundo, que no alcanza más allá de la vista, de esa solitaria lontananza que le abraza, sobreviviendo como puede en ese diminuto espacio que le rodea.

  Su casa está en las cercanías de la autopista (la carretera) que circunvala el hogar, una pobre morada donde vive, y que de vez en cuando para no aburrirse ve pasar algún que otro coche, que van dejando restos (desechos y otra serie de inutilidades) que el usa, reciclándolos para la vida diaria. Hasta que un día con extrañeza, observa que empiezan a pasar por delante de la puerta de casa centenares de coches, como alma que lleva el diablo, -a todo trapo - haciendo sonar sus bocinas, y con bastante prisa. Llega un momento en que aparece el último de ellos, un destartalado vehículo lleno de jóvenes, pidiendo a Hernando (el protagonista de nuestra historia) agua para su sediento y envejecido radiador, arruinado por el paso del tiempo, junto al esfuerzo que ha tenido que hacer para llegar hasta allí, y en ese instante es cuando se resuelve la gran duda que estaba en el aire, el por qué de tanto coche, tanta prisa y tanto bocinazo. Ha empezado la tan temida ‘3ª Guerra Mundial’, aproximándose el fin del mundo tal y como lo conocemos ahora, en esos momento de pánico colectivo todos huyen, poniendo pies en polvorosa.

Y entonces, de pronto, como si alguien hubiese dado una señal, llegaron los coches. Cientos de coches, miles de coches; pasaron y pasaron junto a él. Los coches, largos y negros, se dirigían hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas a demasiada velocidad. Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las caras de las gentes que se amontonaban en los coches, había algo, algo que hundió a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso atrás para que pasaran los coches. Pasaron quinientos, mil, y había algo en todas las caras. Pero pasaban tan rápido que Hernando no podía saber qué era eso.



Ultima verba:

   Este relato fue escrito cinco años después de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki, porque la sociedad estaba muy sensibilizada respecto a este tema, un paso muy peligroso para toda la humanidad, que los sumiría en una comprometida inseguridad.

  Una narración con diferentes compases, contrastando el ritmo de la carretera, con la parsimonia y tranquilidad de Hernando. La locura de los autos, el temor de sus ocupantes frente a la rutina diaria del pobre hortelano, cultivador ‘de la nada’, mostrando la tragedia y el miedo, el cataclismo que se avecina, y la calma del segundo, donde cada uno se lo toma de diferente manera.

            Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre su herramienta, alzó los ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol.

—¿Qué ha pasado, Hernando? —le preguntó su mujer, atareada.

—No es nada —replicó Hernando.

Hundió el arado en el surco.

—¡Burrrrrrrro! –le gritó al burro, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de labranza que bañaba el río de aguas profundas.

—¿A qué llamarán “el mundo”? —se preguntó Hernando.

 

Recordar que tan solo comunico y divulgo.



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