Los gallinazos sin plumas
Los gallinazos sin plumas – (Julio R. Ribeyro)
Corto
de café: La triste vida de los
gallinazos sin plumas.
Revolviendo entre el basural
“A
las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus
primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como
una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece
que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida
fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los
pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a
sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía”.
Una
reseña
empezada al revés:
No hemos abandonado Perú, ni el mundo
de los cuentos, siguiendo los rastros de humo y tabaco que va dejando su autor
nos hemos encontrado con el relato de “Los gallinazos sin plumas”, de Julio R. Ribeyro, que nos acercará
hasta los ‘basurales’ como dicen por allá, de los grandes barrios limeños.
Lugares donde las personas intentan de alguna manera ganarse la vida, buscando
entre la basura algo (in)digno para sobrevivir, al igual que hacen las aves
carroñeras, que buscan su alimento donde pueden, entre el resto de las escorias
que va dejando la gente.
Un
relato repleto de moralina, también
contiene su parte de denuncia, de esa explotación de los pobres que cada día
son más pobres, esa pobreza de la cual nunca pueden salir, pero deteniéndose en
el maltrato infantil, algo que sucede en este ‘maravilloso’ pero triste y al
mismo tiempo real relato, aunque el final del mismo, si tengo que ser sincero
diré que a mí me ha parecido predecible.
“Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan
sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al
acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando
regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el
que aparece y entonces la jornada está perdida”.
Argumentum:
Dejémonos de rollos introductivos y vayamos de
una vez al grano, que es lo que nos interesa.
En
uno de los barrios pobres de la ciudad, un abuelo (con pata de palo incluida)
maltrata diariamente a sus nietos, Enrique y Efraín, que son obligados, casi de
forma violenta, sobre todo verbal a recoger basura en los muladares cercanos,
para alimentar diariamente a Pascual, el cerdo que convive con ellos, y que se
zampa lo poco que podían comer, en un hogar, por llamarlo de alguna manera que,
día a día va siendo más hostil.
Un
día, uno de los hermanos, -Efraín- a la vuelta de una de sus obligadas ‘excursiones’ matinales vuelve a casa lastimado en un pie, con el
riesgo de quedarse cojo, sin poder salir al basural a recoger las porquerías
que luego comerá el dichoso cerdo, y eso ‘encabrona’ al
abuelo, que se vuelve más violento aún. Un can flacucho y tan abandonado como
ellos, eterno vagabundo de la ciudad, se acerca como perro sin amo a nuestros
protagonistas, es el que acompañará a Efraín durante su dura convalecencia. En
una de las salidas de Enrique, el abuelo aprovecha la circunstancia, que es la
ausencia del nieto para cometer una de sus fechorías, dando un buen ‘mazazo’ al
perro para dárselo de comer a Pascual (nuestro conocido gorrino), que cada día
tiene más hambre, una apetencia que se ha convertido en insaciable.
“Fue al regresar de una de esas
excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había
causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante
lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don
Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo
que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero”.
Al regreso
de Enrique se desencadena el final de esta historia. Supera ese temor que tiene
al abuelo, golpeándole con tal fuerza que, en un fatal movimiento “rompe su
pata de palo”, cayendo hacia atrás, dentro del chiquero donde se encontraba
Pascual, que acaba devorándolo. Los dos hermanos, víctimas del destino
aprovechan la ocasión para huir, para vivir como los gallinazos, de la carroña
que consigan.
“Enrique
cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados
hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron
el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y
que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula”.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.
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