Dimóni

 




Dimóni – (Blasco Ibáñez)

 

Corto de café: de fiesta en fiesta en compañía del mejor dulzainero de la comarca.

 

Hay muchas clases de amores

 


Cuentos valencianos (1):

 

Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna. -¡Dimóni!... ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía ovación con la indiferencia de un ídolo.

    El mundo está lleno de cuentistas, los hay que viven del cuento y aquellos que cuentan cuentos. En este último apartado entraría el protagonista de hoy en esta silenciosa bitácora, Blasco Ibáñez, uno de nuestros “contadores” ilustres, y he aquí un ejemplo.

  Este hombre cultivó el género del cuento (gran oficio), muchos de ellos compilados en “Cuentos valencianos”, que iremos reseñando aquí poco a poco. Son doce relatos que van desde ‘La puerta del cielo’ hasta ‘Dimóni’ entrada con la cual empezamos esta singular serie. Así que, sin más, iremos directamente al grano, porque ya sabéis los pocos que leéis esta singular bitácora, que suelo salirme por las ramas.

Argumento:

   Dimóni, a pesar de ser un borracho era un fenómeno de la dulzaina, no había nadie en toda la comarca que le superase en virtuosismo, por eso era llamado para todas las fiestas, para todas las romerías, para todo tinglado que surgiera y dónde hubiera algo de fiesta, porque él era único, era insuperable.

   Dimóni tenía un problema, le gustaba el morapio cantidad, dicho de otra forma era un borracho, pero eso no era óbice para que tocase tal simpar instrumento como los ángeles, siempre llamaba la atención de toda la gente, siempre era el centro de atención de toda la multitud ahí presente, en especial cuando acaba la fiesta, porque en la cantina del lugar, él seguía dándole a la chufla de su dulzaina, ‘endulzando’ a la gente con su arte.

“Desde la niñez, el vino y la dulzaina habían absorbido todas sus pasiones; y ahora, a los veintiocho años, perdía su pudor de borracho insensible, y como uno de aquellos cirios de fina cera que llameaban en las procesiones, derretíase en brazos de la Borracha, sabandija escuálida, fea, miserable, ennegrecida por el fuego alcohólico que ardía en su interior, apasionada hasta vibrar como una cuerda tirante y que a él le parecía el prototipo de la belleza”.

    Todo seguía su curso, todo seguía su camino, hasta que un día se enamoró de ‘la Borracha’, y a partir de ahí el mundo de Dimóni cambió. Volvió a su antiguo hogar, y ahora, las borracheras eran conjuntas, ‘la Borracha, Dimóni y… Dimóni y la Borracha’.  Hasta que la mujer quedó embarazada, hasta que la mujer llegó el día en que tenía que dar a luz y llegó lo inesperado…

 

“El suceso tuvo resonancia, y las comadres de Benicofar se agrupaban en la puerta de la casucha para ver de lejos a la Borracha tendida en el ataúd de los pobres, y a Dimóni, en cuclillas, junto a la muerta, voluminoso, lloriqueando y con la cerviz inclinada como un buey melancólico”.

   La vida de Dimóni cambió y Dimóni se convirtió en demonio, dando un cambio más radical a su ya destartalada vida, algo que marcó muy mucho a sus vecinos, algo que resaltó aún más la vida de este particular dulzainero, que visita de noche el cementerio para tocar su amado instrumento a la noche, a los muertos, a los seres queridos que habitaban el camposanto.

“Y por la noche, cuando los jornaleros retrasados volvían al pueblo con la azada al hombro, oían una musiquilla dulce e interminable que parecía salir de las tumbas”.

 Luego sucedía algo asombroso cuando esos curiosos y perdidos pasos se alejaban en la noche…

“… cuando se restablecía en la inmensa vega el susurrante silencio de la noche, volvía a sonar la musiquilla, triste como un lamento, como el lloriqueo lejano a la madre que jamás habría de volver”.



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