El Romanticismo
siempre fue un estilo literario que ha gustado a ciertas edades, más aún cuando
toca darlo y estudiarlo en el instituto, porque da rienda suelta a las
fantasías de uno, todo aquello que sea sobrenatural, el mundo de los sueños,
con sus infinitas puertas hacia lo desconocido, los cementerios y, las
iglesias, sobre todo las abandonadas, dan para mucho y atraen bastante.
Títulos como
“El
estudiante de Salamanca”,
“Don Juan Tenorio” (este mundialmente
conocido),
“Don Álvaro o la fuerza del sino”, están en boca de todos,
pero en especial las
“Rimas y Leyendas” de Gustavo Adolfo Bécquer
es el que se lleva la palma y, por encima de todas, junto a
“El Monte de las Ánimas”, está la entrada de hoy en esta silenciosa bitácora que
nadie lee, se trata de
“Maese Pérez, el Organista”, donde el
autor toca muchos de los aspectos pertenecientes al género literario conocido
como Romanticismo.
Julia Espín, el gran amor romántico de Gustavo A. Bécqauer
Comentaros que
‘Rimas
y Leyendas’ fue editado de forma póstuma, (aunque la mayoría de vosotros
esto ya lo sabéis) por los amigos del escritor, donde están recopilados sus
mejores versos, porque en el lecho de muerte pronunció la frase
“Todo
mortal”, expresando el deseo de que quemaran todas sus cartas y,
naturalmente intentasen publicar sus poemas, con esto, queda todo dicho. La
famosa frase de
“Poesía… eres tú”, que aparece en la Rima XXI, se
cree que está dedicada a uno de sus grandes amores,
Julia Espín.
En
‘Rimas y
Leyendas’, podemos notar su pasión por los temas con carácter esotérico y
misterioso (como los temas góticos de hoy día, entre otros), recorriendo España
en busca de esas historias, tan particulares y típicas de muchos lugares que él
quería plasmar en sus escritos, como fue
‘Maese Pérez, el Organista’,
“El Monte de las Ánimas” o ‘
La Cruz del Diablo’, que se
leían normalmente en las casas de este país cuando llegaba la terrorífica noche
de Todos los Santos, que dicho sea de paso es el día en que nació mi padre. Eso
me hace recordar, y sin salirme del tema, que a veces suelo hacerlo, a otro
singular personaje, el autor inglés
Henry James, el que escribió
‘El altar de los muertos’, cuando decía que este tipo de historias eran
para leerlas sentado en un cómodo sillón, junto al fuego y en una buena noche
de tormenta. Creo que tenía razón, pues esta es la mejor forma de llamar al
miedo, para que una vez en la cama venga a visitarte y no te puedas dormir,
pasando una noche canutas.
Bécquer intentó
publicar sus poemas en vida, ya que como todo hijo de vecino -
entre los que
me incluyo- quería ver todo lo que tenía escrito publicado, entregándoselos
a Luis González Bravo, pero el manuscrito en cuestión se perdió durante la
Revolución Gloriosa, allá por el 1868, pero este tema no lo vamos a comentar aquí
porque sería meternos en otro berenjenal de la leche, alejándonos bastante del
tema que nos trae hoy, que es el señor
Maese Pérez, y su musical órgano,
que suena de narices y lo toca mejor que
‘la madre que lo parió’.
Los románticos
decían en su tiempo que, la vida es injusta y fugaz, pero a pesar
de todo vayamos de una vez a este organista que toca como los ángeles. ¿Os
parece bien?
Maese Pérez
era el organista de la iglesia de Santa Inés en Sevilla. Era un hombre austero,
que compartía todo lo que tenía con los pobres. Ciego de nacimiento y con 76
años de edad solo tenía una hija. Era tan humilde y bueno que la gente decía de
él que… era como las piedras del camino que uno va pisando todos los
días.
Un auténtico
genio con el órgano, pero en especial en Noche Buena y durante la Misa del
Gallo, destacando más en el momento de la Consagración, ya que era un hombre
muy creyente, y esa misa siempre fue muy importante para él, donde el sumun
musical alcanzaba todo su éxtasis. A pesar de ser ciego siempre decía que algún
día vería a Dios.
Todas las
noches de Noche Buena había palos para poder entrar y coger una buena posición
en la iglesia de Santa Inés para oírle tocar. El arzobispo, junto con todas las
fuerzas vivas del lugar no perdían ripio y siempre estaban presentes, pues no
querían desaprovechar tan importante evento. Una de esas noches el organista
tardaba en llegar y la gente se puso muy inquieta, pensando en que lo peor
podía ocurrir o haber ocurrido ya, pero cuando el maestro llegó a la iglesia
para tocar con la devoción con la que era conocido -y que los tenía acostumbrados-,
pudieron ver que estaba muy enfermo, y al llegar al famoso momento de la
Consagración escucharon un espantoso grito, fue la hija al comprobar que su
padre había muerto.
A rey muerto,
rey puesto, eso dicen, así que, Maese Pérez fue sustituido por un
organista envidioso que el año anterior ya había intentado quitarle el puesto,
pero que no era tan virtuoso como nuestro protagonista, por mucho que él dijera
lo contrario. La gente, el pueblo sevillano no tragaba con esto y en
disconformidad con tal asunto fue preparada al culto, llevando todo tipo de
utillaje para armar el mayor ruido posible cuando este simulador de organista
iniciase el repertorio para tal ocasión, -le joderían la marrana- amargando
la noche al interfecto individuo presuntuoso de narices por tal osadía, usurpar
el puesto del querido y admirado Maese Pérez, único en su género, pero
no lo pudieron hacer porque… el órgano sonó tan bien como siempre, mejor que
nunca, escuchando unos increíbles acordes. Claro está, muchos de los allí
presentes salieron con el convencimiento que él no había sido quien tocó tan
alabado instrumento, sino más bien una fuerza sobrenatural que en ese momento
se hizo presente.
Al año
siguiente, viendo la última actuación del envidioso organista, le invitaron a
tocar en la catedral, aceptando de inmediato, bueno, como para negarse, ahora
su ego por centímetro cuadrado estaba por las nubes. La famosa iglesia de Santa
Inés ahora se encontraba vacía, pero no del todo. En ella estaban presentes su
hija, que sería la encargada de tocar esa noche junto a la abadesa del convento
donde había procesado hábitos. Le hizo saber a la madre superiora que tenía
miedo y pavor en esos momentos, sobre todo subir la escalinata para tocar el
famoso órgano de su padre, ya que durante el ensayo del día anterior pasaron
algunos hechos sobrenaturales bastante interesantes, como un repiqueteo
incesante de campana durante el tiempo que estuvo allí ensayando para la
ocasión, vamos, dicho en plata, ‘como para cagarse de miedo’, incluso
vio a su propio padre tocando ensimismado el órgano. Era parecido a una
grabación con uno de esos programas televisivos dedicados al miedo y al
misterio.
Podemos decir
que todo iba de perlas, lo habitual en estos casos, hasta que… empezó a sonar
el órgano, escuchándose en todo el recinto un agónico grito, otra vez ese
conocido grito. Mirando todos hacia el lugar donde se encontraba la hija del
organista, que estaba llorando y fuera del instrumento. El órgano sonaba solo,
no había nadie en el banquillo del organista, mientras que unas hermosas notas
musicales, más bellas que nunca llenaron las paredes de la conocida iglesia de
Santa Inés. El milagro de ‘Maese Pérez, el Organista’ había ocurrido y,
tengo la completa seguridad que, en esos espectrales momentos, -milagrosos
para algunos- el ciego organista estaba alegremente viendo a Dios, por eso
el órgano, instrumento creado solo para grandes virtuosos por sus celestiales
notas, sonaba de tal manera, una digna que se podía decir que era capaz de
llevarnos al cielo.
Este es el órgano de la iglesia de Santa Inés en Sevilla, que inspiró a Gustavo A. Bécquer escribir la leyenda de Maese Pérez, "el Organista"
Ultílogo:
El señor arzobispo agarró un
cabreo de narices por no presenciar tal milagroso momento, por haber decidido
ir a la catedral para dejarse ver y, para escuchar al presuntuoso organista tan
falto de humildad, por perderse el vital instante en que, con sus notas, ‘Maese
Pérez, el Organista’ llevo a los allí presentes al cielo, para estar en
compañía de ese Dios que estaba viendo.
Leí esta historia hace un
montón de años, recién cumplidos los trece, una noche bien noche, en un
caluroso verano de Castilla, ya de madrugada en casa de mi abuela. Ayer, 44
años después volví a releerla por tercera o cuarta vez y, sigo sintiendo la
misma sensación, la misma emoción que el primer día. Hay edades en las que
pasamos por etapas misteriosas y, este viejo rocker, de casi ya un blanco tupé
e inexistentes patillas, sigue teniendo los mismos gustos que antaño, porque
hay historias que no tienen precio.
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