El altar de los muertos

 


“En un momento dado la enfermedad de la vida empieza a sucumbir al tratamiento del cuerpo; y sin duda eran aquéllas las horas en que él caía más en la cuenta de esta verdad”.

             

              Este prolífico autor nacionalizado británico Henry James muestra con esta obra un claro ejemplo de su característico estilo, donde describe muy claramente la psicología interior de los personajes, junto con la forma de actuar de los mismos que bajo mi gusto toman más importancia que la trama misma, junto con unas descripciones minuciosas del entorno y un tiempo que parece no pasar nunca, y esto en ocasiones puede aburrir al lector, eso sin olvidarnos tampoco de los habituales monólogos de los protagonistas que suele tener singular importancia, como es el caso de este relato.

              Nadie es profeta en su tierra y en el caso de Henry James hasta fuera de ella, porque hasta una vez fallecido no se le dio la importancia necesaria a su obra y a las innovaciones que realizó en la misma, la gloria la alcanzó una vez fallecido, en especial para los críticos a su obra que le reconocieron una vez que se fue de este mundo, en el instante en que pasó a pertenecer a ese “altar de los muertos” –si mencionamos este relato en cuestión- y ya tenía encendida su vela en el mismo, pero en este caso los velones literarios de la literatura del tiempo que por suerte le tocó vivir.

              Como la canción…dos hombres y un destino, una mujer que es de singular belleza “…ella había levantado a su alrededor las pasiones tal como la luna levanta las mareas”, y sobre todo ese tercer persona je (ese desconocido), bueno para ella, malo para él llamado Acton Hage siempre presente, cuyas acciones han intervenido en la vida de los personajes dejándoles marcados para siempre, a cada uno de ellos de forma diferente, con un recuerdo imposible de borrar.



“Él conocía el pequeño panorama de la calle de ella, cerrada al final y tan desesperanzadora como un bolsillo vacío, donde las casas, minúsculas y destartaladas, por parejas, medio separadas pero indisolublemente unidas, semejaban a matrimonios mal avenidos”.

              Cobra  principal protagonismo George Stransom, un hombre sin problemas económicos, bien situado y que alquila un altar en una iglesia de la ciudad para rendir homenaje a sus seres queridos ya fallecidos, en especial a su prometida fallecida antes de la boda. Un altar que se va llenando de velas, luces y suntuosidad a medida que pasa el tiempo, a la vez que él envejece, un tabernáculo para honrar  sus muertes y que forma parte importante de la historia, donde una mujer acudía al mismo para honrar a las almas queridas ya fallecidas.   

              Le llamaba la atención aquella mujer que ante su altar y de forma devota honraba a los “Muertos”, y que había conocido una índole de congojas, experimentado con el paso del tiempo los excesivos dolores que produce la vida, ella tampoco faltaba puntualmente a la cita.

              Una historia sobre el paso del tiempo, el perdón, la soledad, la pena y la distancia. Las grietas que produce la vida en nuestro aspecto a medida que vamos cumpliendo años, esas arrugas que cada día marcan más nuestro aspecto, las canas llenas de dolor y sufrimiento, junto a ese indulto que aparece al final de nuestra existencia, sin olvidarnos nunca de los fantasmas del pasado que siempre nos acompañarán a lo largo de la vida, incluso cuando nos llega la muerte, porque no hay nada más doloroso que la pérdida de un ser querido al cual jamás podremos olvidar.

Él es uno de los Muertos del mundo… y uno de los Muertos de usted, si a usted le parece. Mis Muertos son únicamente aquéllos a quienes amé. Son míos en la muerte porque fueron míos en vida”.


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