El miserere
La RAE dixit
que miserere aparte de ser el Salmo 50, que la traducción de la Vulgata empieza
con esta palabra, también es un canto solemne que se hace en Semana Santa, así
que, teniendo en cuenta esta última acepción, desde esta bitácora del silencio
que nadie lee, hemos decidido hacer la entrada de hoy, porque el significado de
miserere es apiádate o ten piedad, y nuestra historia, tiene mucho que
ver con eso.
No hace mucho tiempo,
decíamos ayer, y Dios me libre de compararme con nuestro Fray Luis de León, el
que escribía eso de… ¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido
(…)! Sin enrollarme más, no ha mucho que hablamos sobre uno de los grandes
representantes del Romanticismo español, Gustavo A. Bécquer, aquel hombre
tremendamente enamorado de Julia Espín, autor de las conocidas “Rimas y
Leyendas”, con historias como ‘El monte de las ánimas’ o ‘MaesePérez, el Organista’, seguimos al ritmo de las leyendas, por lo que “El
Miserere”, continúa en la misma línea.
Comenzando por el principio,
diremos que fue publicado por primera vez el 17 de abril de 1862, en ‘El
Contemporáneo’, y la historia transcurre en la visita del narrador de la
historia a la célebre abadía de Fitero, el lugar donde San Raimundo de Fitero,
se convierte en el primer abad de la misma, siendo además el fundador de la Orden Militar de Calatrava, bueno volviendo al tema, este narrador, revolviendo
entre los antiguos volúmenes del Miserere, que estaba incompleto.
La curiosidad le llevó a
preguntar por los mismos, un viejecito respondió a la cuestión solicitada por
nuestro narrador, surgiendo de esta manera el conocimiento de esta particular
leyenda, que volvía a salir a la luz.
En una noche lluviosa y
oscura llamó a la puerta de la abadía un peregrino, un particular judío errante, que pedía cobijarse y resguardarse de la tormenta. Era un antiguo
músico de fama renombrada en el pasado, que provenía de un país lejano, donde
mucho tiempo atrás, en su ya apagada juventud había cometido un crimen. Ahora
quería redimirse del oscuro pasado que le perseguía, acechándole entre las
sombras, porque al leer un antiguo Salmo, el número 50 le había cambiado por
completo la vida.
¡Miserere mei,
Deus!
Quería componer una hermosa
melodía musical, donde pensaba mostrar los sentimientos de su corazón, uno de
tal belleza que nadie jamás hubiera escuchado un cántico mejor, tan inmejorable
que hasta los mismísimos ángeles llorarían y dirían al Señor, ¡Ten
misericordia de tu pobre criatura!
Uno de los oyentes de la
historia, jefe de los pastores de la abadía, comentó que cuando oyese el ‘Miserere
de la Montaña’ cambiaría de opinión, debido a la hermosura del mismo. Un
Miserere que solo se podía escuchar cuando uno está bajo las estrellas, siendo
abrazado por los fríos de los montes y, en la soledad de la noche, donde los
peñascales te hacen compañía.
Hace muchos años hubo en ese
lugar un famoso monasterio, que había sido donado por un acaudalado señor, con
los bienes que debía dejar a su hijo cuando él falleciese, porque él llevaba
una disipada vida, además, gustaba de juntarse con maleantes de la peor calaña.
El padre, por tanto, había transformado el castillo en iglesia.
Una noche de Jueves Santo, en
que los monjes estaban en el coro y, justo cuando iba a comenzar el Miserere,
este indeseable hijo, junto a sus secuaces, prendieron fuego al monasterio,
saqueando la iglesia y, no dejando con vida a ninguno de los pobres monjes ahí
presentes. Cometido tal atroz delito, marcharon pies en polvorosa a lo más
profundo del Averno, para contarle al Diablo las crueldades efectuadas. Hay que
joderse con estos singulares elementos. Como os podéis imaginar, de ese santo
lugar quedó muy poco en pie, prácticamente en ruinas.
Se dice que, todas las noches
de Jueves Santo, justo a la hora del Miserere, unas luces brillan a
través de los antiguos ventanales, se oyen una especie de música extraña, junto
a unos lúgubres y aterradores cantos. Son los monjes que dicen quieren
presentarse a Dios libres de culpa, salen del purgatoria a pedir misericordia,
cantando el ya conocido Miserere.
Al escuchar estas palabras el
peregrino no quiso escuchar más y, sin más demora salió del monasterio, sin
hacer caso de las advertencias de los monjes y sus pastores, con destino hacia
la antigua iglesia, pues quería ver y oír tan importante prodigio, comprobando
como los espectrales monjes volvían del mundo de los muertos, porque eran los
únicos que sabían como es morir en pecado. Estaba loco, se volvía más loco a
cada paso que daba. Tras muchos pesares durante el recorrido, llegó al
monasterio.
Cuando ya perdía cualquier
atisbo de esperanza, surgió el milagro, en el momento en que sonaban las
campanadas, no importa en este momento la hora… una colección de esqueletos
salió de la nada, ocupando de forma parsimoniosa su lugar en lo que antes fue
el antiguo coro, donde un conjunto de voces armoniosas empezó a sonar como
jamás había escuchado en la vida.
¡Miserere me,
Deus secundum
magnun misericordiam
tuam!
Un poco más tarde, nuestro
músico peregrino escuchó un alarido tremendo, uno que ser oído por toda la Humanidad.
Era el grito lastimero del malvado hijo, cabecilla de la gran iniquidad que
había acabado con el desafortunado monasterio. Las osamentas de los frailes se
vistieron de nuevo con sus antiguas carnes, luego el cielo fue abierto, para
que fueras mirados por todos los justos.
Los seres angelicales en su totalidad acompañaron al himno de nuestros
frailes, mientras que él, -nuestro narrador- perdió el conocimiento.
El peregrino regresó al
monasterio, a la abadía de Fitero, la cual había salido en la tormentosa noche.
Nada más verlo le preguntaron por el Miserere. Una vez terminada la
narración de lo sucedido, comentó que escribiría un Miserere tan bello
que borraría todas sus culpas ante Dios, eternizando su memoria, e inmortalizado
al mismo tiempo la abadía que le había dado cobijo. En un principio empezó bien
con la composición y, claro está llegó a un punto de la misma que no pudo
continuar. Esa música no se parecía para nada al Miserere escuchado en
aquella noche de frío y truenos, acabó muriendo sin terminarlo, quedando las
partituras en los anaqueles del monasterio para el recuerdo.
In pecatis concepit me mater
mea. Hubiera dado el mundo por haber podido leer el resto de letras, de
notas borradas en el antiguo manuscrito. ¿Me estaré volviendo loco?
Ultílogo:
Sin ánimo de ser abducido por
él y los personajes de la leyenda, debo decir una cosa, le remordimiento por
nuestros pecados, sean del grado que sean, nos pueden llevar a una locura, que
no es para nada pasajera, y de ahí a la muerte, tan solo hay un paso, como le
ocurrió al peregrino, que además, dejó un trabajo inacabado.
Las leyendas siempre serán
leyendas, pero no me negaréis que en el fondo, y no muy en el fondo, tienen
algo o mucho de verdad, en ti está que te las creas o no, en cuanto a mi locura…
esta ya no tiene remedio, soy demasiado mayor para curarla.
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